Elhallazgo de un análisis secreto acerca de la salud mental de Hitler, realizado por el Servicio de Inteligencia Británica en abril de 1942, revela que el dirigente alemán mostraba síntomas de paranoia en sus discursos y
una creciente preocupación por acabar con una población que el político
alemán veía como encarnación del Diablo, el “veneno judio”, mientras se
consideraba a sí mismo “la encarnación del Espíritu de Dios”.
El documento que acaba de ver la luz fue escrito por Joseph MacCurdy,
investigador de la Universidad de Cambridge (Reino Unido) , pero hallado
entre unos archivos de los familiares de Mark Abrams, un científico
social que trabajó para la Unidad de Análisis de la Propaganda de la cadena pública BBC
y para el Panel de Guerra Psicológica durante la Segunda Guerra
Mundial. A Abrams se le considera pionero de la investigación de mercado
y las encuestas de opinión.
El análisis cubría un discurso dado
por radio el 26 de abril de 1942, y su propósito era “reconstruir qué
había en la mente de Hitler cuando concibió y escribió el discurso. “Su
contenido probablemente refleje sus tendencias mentales patológicas, por
un lado, y los conocimientos que tiene, por otro”, se puede leer en el
comienzo del texto. En conjunto, los expertos identificaron síntomas de
histeria, epilepsia y paranoia.
Además, en aquel momento sufría el “complejo del Mesías” y su fobia
judía se había extendido hasta tal punto que la consideraba una “agencia
diabólica universal”, que no solo amenazaba a Alemania. También
identificaron en sus palabras cierta sensación de confusión y de "temor a
una desastrosa derrota".
Semanas después del discurso, se pusieron en marcha los planes para exterminar en masa a los judíos (la llamada “Solución Final”).
Aunque era oficialmente católico, Adolf Hitler no volvió a pisar una iglesia desde que dejó la casa de sus padres. Sin embargo, pagaba el impuesto eclesiástico y mencionaba a Dios en sus discursos, probablemente como parte de una maniobra política para captar a la mayoría católica alemana.
Según sus más allegados, el Führer tenía una opinión muy negativa sobre el cristianismo,
pero tampoco se sentía inclinado hacia el ateísmo. En la Alemania de
aquella época, la ausencia de creencias religiosas estaba muy mal vista,
ya que se asociaba con la ideología comunista. Quizá la mejor forma de
describir a este dictador es como un místico. Creía en algo, pero ¿en qué? Eso todavía no está claro.
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Aunque era austríaco de nacimiento, Hitler, arquitecto y pintor frustrado, aprovechó las circunstancias sociales de la Alemania derrotada tras la I Guerra Mundial
para establecer en este país un demencial sistema político basado en la
supremacía aria, el nacionalsocialismo y el culto a su propia
personalidad.
El historiador británico Allan Bullock, uno de los
más reputados biógrafos de Adolf Hitler, estaba convencido de que la
enfermiza mentalidad del dictador se encontraba exclusivamente enfocada a la reivindicación del poder absoluto. Efectivamente, el Führer
parece encarnar la misma esencia de la brutalidad. Y aún así, su
elección en las urnas fue aclamada por cientos de miles de personas y
buena parte de Alemania le siguió devotamente a la guerra. ¿Cómo se
explica semejante fenómeno? Ian Kershaw, catedrático de Historia Moderna
en la Universidad de Sheffield, en Inglaterra, autor de un monumental
ensayo sobre esta figura, señala que para entenderlo es imprescindible
profundizar en su experiencia durante la Primera Guerra Mundial.
Un monstruo lleno de odio incapaz de experimentar la empatía
“Aquellos años influyeron mucho en su psicología. En el frente se
deshumanizó y desde entonces no hizo otra cosa que buscar culpables; se
obsesionó con dar la vuelta a la historia”, apunta Kershaw en una
entrevista en El País. Otros investigadores, sin embargo, como
la escritora y psicóloga de origen polaco Alice Miller, creen que es
necesario ir más allá y penetrar en su infancia para descubrir las
raíces del mal.
Hitler nació en Braunau, una pequeña aldea
austriaca situada cerca de la frontera con Alemania. Su padre, Alois
Hitler, era un modesto y severo agente de aduanas. En su estudio How could a monster succeed in blinding a nation?,
Miller comenta cómo el Führer le relató a su secretaria que en una
ocasión fue capaz de contar los 32 golpes que le propinó Alois sin
verter una lágrima. “Hitler desarrolló una personalidad primitiva,
incapaz de experimentar empatía, sedienta de odio”, indica. Quizá por
ello Adolf, que era el segundo de seis hermanos –aunque sólo él y su
hermana Paula sobrevivieron a la infancia–, se sentía especialmente
unido a su madre, Klara, cuya muerte, en 1907, le afectó profundamente.
Su padre, que había fallecido cuatro años antes, deseaba que su hijo
fuera funcionario, una perspectiva que no agradaba al joven Hitler, que
se inclinaba más por la pintura y la arquitectura. No lo logró:
suspendió en dos ocasiones el examen de acceso a la Universidad de Linz
–donde se interesó en las ideas antisemitas del profesor Leopold
Poetsch– y fue rechazado por la Escuela de Bellas Artes de Viena “por
falta de talento”.
Hitler, que malvivía en la capital austriaca
de la venta de sus pinturas, se trasladó a Munich en 1913, en parte
atraído por la potencia de Alemania y en parte para eludir el servicio militar. Un año después, sin embargo, no dudó en alistarse como voluntario en el ejército
de ese país. Durante la Gran Guerra fue destinado a Francia y Bélgica
como mensajero, alcanzó el grado de cabo y recibió dos cruces de hierro.
Al término del conflicto, Hitler quedó temporalmente ciego por un
ataque con gases tóxicos y fue trasladado a un hospital de campaña. Allí
fue diagnosticado como “peligrosamente psicótico”, una manía que se acrecentó cuando Alemania capituló en noviembre de 1918. Más tarde, las draconianas condiciones que estableció el Tratado de Versalles
contribuyeron a crear las condiciones sociales y políticas que le
darían el poder. En septiembre de 1919, se unió a un pequeño partido de
extrema derecha, el Partido Obrero Alemán, el futuro partido nazi.
Sobre todo, despreciaba a los judíos y a las democracias
Dos años después, había ganado una gran notoriedad con sus discursos, en los que atacaba a los grupos rivales y a los judíos.
Su carrera política tomó un rumbo aún más drástico y en 1923 intentó
derribar el Gobierno bávaro en Munich, una acción que le supuso una
condena de cinco años de prisión, de la que sólo cumplió ocho meses.
Aprovechó su estancia en presidio para dictar Mi lucha, todo un manifiesto en el que queda patente su desprecio hacia la democracia y los judíos.
Ya en libertad, Hitler aprovechó la crisis económica para atraerse el
voto: prometió crear puestos de trabajo y devolver a Alemania su
pujanza. Aunque fue derrotado en las elecciones de 1932, promovió una
ola de revueltas que llevó al Gobierno al colapso. Así, el 30 de enero
de 1933, fue elegido canciller. Año y medio después se
nombró Führer –Guía–, y se preparó para eliminar toda oposición. El
Partido se hizo cargo del aparato burocrático, inició el proceso de
eliminación de los “enemigos de Alemania”, tomó el control de la economía y creó la Gestapo, un cuerpo de policía que combatía las “tendencias peligrosas para el Estado”.
El Führer había preparado el país a conciencia para la guerra. Ian
Kershaw señala que Hitler aprovechó el sentimiento de vergüenza nacional
originado tras la Gran Guerra para intentar destruir a
los “pueblos inferiores”, una iniciativa fustrada por la resistencia de
británicos y soviéticos y la entrada en el conflicto de los EE UU.
Aunque nunca tuvo en mente capitular, su salud, sin embargo, era delicada: padecía jaquecas,
crisis cardiacas y posiblemente ictericia. Y es que para entonces, el
dictador era una ruina humana. En 1931, a raíz del suicidio de su
sobrina Geli Raubal, de la que estaba profundamente enamorado, dejó de
comer carne. Su dieta, por el contrario, incluía grandes cantidades de
anfetamina pura que le provocó irritabilidad y alucinaciones. En un
documento de 1943, Henry Murray, miembro de la Oficina de Servicios
Estratégicos, precursora de la CIA, realizó un informe sobre su personalidad que acabó siendo premonitorio. En él señalaba que en caso de derrota podría suicidarse de forma dramática.
Así fue. En la madrugada del 29 de abril de 1945, dictó su testamento y
contrajo matrimonio con Eva Braun. Un día después, ambos se suicidaron.
Sus cadáveres fueron sacados al jardín de la cancillería, rociados con
gasolina e incinerados. Carlos Sanz. |
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