La número once
A lo largo de mi vida he presenciado conversaciones de todo tipo; desde
las más triviales a las más trascendentes. Siempre he escuchado a unos y
a otros, fuese cual fuese el tema que tratasen. No sé hacer nada
mejor. Tanto es así que hubo alguien al que podía entender sin necesitar
que dijese una sola palabra. De esto hace bastante tiempo, sin
embargo, aún puedo recordar, con tanta claridad como si fuera ayer, a
aquel chico de gafas, alto y delgaducho que venía cada mañana a
desayunar conmigo durante los descansos de las clases del instituto. Se
llamaba Mario y a menudo traía consigo montones de libros que ojeaba una
y otra vez mientras tomaba, silente, su desayuno.
Mario sabía que
yo le comprendía y me gustaba estar con él. Me era fácil respetar sus
silencios y quizás esa fue la razón por la que me escogió a mí entre
tantas otras para compartir aquellos entrañables momentos en nuestro
acogedor rincón de la cafetería. A veces llegué a pensar que deseaba
estar solo conmigo, lo deducía por la forma de colocar disimuladamente
su abrigo sobre la silla sobrante para que nadie ocupase ese lugar.
Durante muchos meses disfruté mucho de su callada y a la vez cálida
amistad hasta el día en que apareció ella.
-¿Está ocupada esta silla?
- No, no…
- ¿Te importa que la coja?
Mario retiró su abrigo y lo colgó en el respaldo de su propio
asiento sin apartar la mirada de los grandes ojos verdes de aquella
hermosa jovencita.
A partir de
entonces por mucho que mi amigo simulase ser él mismo acudiendo fiel a
nuestra cita y permaneciendo como siempre sin decir nada sumido en sus
apuntes y libros de texto, sus ojos aparentemente inmóviles ya solo
veían todo de un único color, incluso las palabras que leía, de un
intenso color verde de esperanza llamado Estefanía.
Pasó más de
un mes sin que volviese a coincidir con ella pero el anhelo de Mario
por volver a verla era tal que comenzó a frecuentar la cafetería casi a
todas horas, por las mañanas, por las tardes y a veces no se iba hasta
bien entrada la noche cuando cerraban el local. Yo no necesitaba
preguntarle que era lo que había producido aquel cambio, en cualquier
caso me alegraba de verle con más asiduidad. Cuando él entraba por la
puerta, una vez que se cercioraba de que aquella chica no estaba, me
buscaba por toda la sala y si me veía sola, se sentaba conmigo y me
deleitaba con su compañía.
Jamás
olvidaré el día que se volvieron a encontrar. En una bonita tarde de
primeros de abril, Estefanía llegó acompañada de una amiga y ambas
ocuparon la mesa contigua. Llevaba un elegante vestido estampado y de su
largo cabello, negro y ondulado, colgaba una cinta verde a juego con el
color de sus ojos. La verdad es que estaba preciosa.
Me
acuerdo perfectamente de que en cuanto Mario la vio se puso tan
nervioso que no sabía hacia dónde mirar. Al final optó por prestarme a
mí más atención que nunca clavándome su mirada mientras jugueteaba con
una de mis servilletas. Al rato pidió la prensa sólo para fingir
leerla, pues ya se la había leído de cabo a rabo por la mañana.
Conociendo su velocidad de lectura, me parecía tan ridículo que tardara
tanto en pasar cada página que no pude evitar reírme para mis adentros.
No sé cuantas cervezas tomó aquella tarde, aún así no volvió la cabeza
hacia la mesa vecina ni una sola vez. Supongo que se moría de vergüenza
ante la posibilidad de que Estefanía pudiese descubrir en su rostro sus
verdaderos sentimientos.
Él, como de
costumbre, no me decía nada. Ni falta que hacía. Yo podía escuchar cada
uno de sus pensamientos entre sorbo y sorbo de cerveza y los latidos de
su corazón cuando ella se dirigió hacia la barra para pedir la cuenta.
Luego miró
por encima del hombro para asegurarse de que nadie lo había visto y
empezó a torturarse con preguntas como:¿Por qué he de ser tan cobarde?
Daba la impresión de que nunca se atrevería a hacer nada hasta que se
le ocurrió la brillante idea de la flor. Decidió que compraría cada día
una rosa roja y la llevaría a la cafetería por si ella aparecía.
Cada noche
cuando Mario se despedía, me regalaba la estéril flor. Diez rosas llegué
a contar ya que la que hizo la número once fue por fin para Estefanía
la mágica tarde en que la chica se presentó con dos amigas.
- Dos amigas en lugar de una… – pensó Mario. No obstante al cabo de unos minutos se dijo con decisión:
- Se acabó. Y lo repitió de nuevo en voz alta para autoconvencerse de que esta vez tenía que dar el paso.
Sin tan
siquiera pestañear Mario, levantándose de sopetón, se arrimó a la mesa
donde estaban las tres chicas, las saludó y le ofreció la flor a
Estefanía. La muchacha se quedó tan sorprendida que en un primer momento
no reaccionó, exceptuando el tono rosado con el que inmediatamente se
encendieron sus mejillas. Luego tomando la flor entre sus manos le dio
las gracias y le regaló a Mario una resplandeciente y delatadora
sonrisa.
Las amigas
de Estefanía en seguida se retiraron, con la excusa de que tenían prisa
por regresar a casa, dejando a solas a la afortunada muchacha con su
romántico e inesperado pretendiente. Mario la invitó a una copa y el
resto de la velada transcurrió charlando los dos sin parar como si se
conocieran de toda la vida.
Sería lógico
concluir que a raíz de aquella noche Mario se olvidaría de mí, para qué
engañarnos, sin embargo, en lugar de perderle gané una nueva amiga y
cuando la feliz pareja se casó me concedieron el increíble honor de
elegirme para la celebración de su boda.
Asistí
vestida con mis mejores galas: un delicado mantel de lino blanco bordado
y ribeteado con finos encajes además de unas bellas guirnaldas que
rodeaban la tarta a la luz oscilante de las velas que completaban mi
atuendo. Hasta mi anterior cartel en blanco y negro de cartulina
plastificada, fue sustituido por otro ovalado y plateado donde relucía,
flamante, mi nombre: La mesa número once.




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