28 may 2012

mentes pequeñas

Pequeñas pantallas para mentes pequeñas



En los últimos 20 años hemos abandonado la satisfacción, que no la obligación, de ejercer la responsabilidad individual. Un tipo recibe un día una abultada factura de teléfono y automáticamente las compañías de telecomunicaciones se convierten en vampiros ávidos de sangre. Otro se tira seis horas frente al ordenador y luego profetiza nuestra alienación a manos de las máquinas. El vecino del sexto invoca su derecho constitucional a que toda persona que gane 1500 euros tiene derecho a chalet de verano y dos coches y, cuando se queda con el culo al aire, los bancos se convierten en el anticristo. La realidad no opina igual y resulta que el primero de ellos no puede vivir sin su smartphone, el segundo tiene el bíceps derecho más hercúleo que Rafa Nadal y el vecino del sexto tiene un BMW pero su hijo no ha pisado la universidad. Problemas no ya del Primer Mundo, sino de gente que no rige bien, que deberían ser excepción pero ya son regla. No es este el tema que quiero exponer, sino cómo este fenómeno afecta también al séptimo arte y a nuestro criterio, o falta de él, como espectadores: un día emiten en televisión una serie que no es basura y resulta que el mejor cine se hace en televisión. Tócate las pelotas.
Ya se lo habrán oído repetir como un mantra a cualquier miembro de la élite cultureta de izquierdas, con esa insistencia de quien sabe que una mentira se convierte en verdad a base de repetición. ¿Cómo ha llegado esto a convertirse en axioma? Por dos motivos: la suspensión del sentido crítico y la hipersensibilización galopante de nuestro patio de colegio.
Empecemos por el primer argumento dejando claro que la culpa es del espectador. Si este no nota la diferencia entre grabar en vídeo y rodar en cine, si no añora el goce estético de una panorámica repleta de pequeños detalles, si no se maravilla ante el genio creativo de un director que maneja los hilos desde las alturas, si no cae absorto ante el poder hipnótico de un montaje milimetrado o si no aprecia la diferencia de carisma entre una estrella de cine y una de televisión es que o no entiende el cine o sencillamente no le gusta.
Esto no solo le pasa a espectadores que no han pisado una sala de cine en su vida, sino a críticos profesionales o, para ser más exactos, a gente que cobra por escribir sobre cine. El cine es uno de los grandes símbolos de la capacidad de superación del ser humano, siempre en continua evolución gramática, estética y tecnológica, y como tal debe ser admirado. Sin embargo, se da la paradoja de que el progreso tecnológico vive una edad dorada mientras nosotros renunciamos a seleccionar el mejor modo de aprovechar estos avances. Poco a poco va apareciendo un espectador vago y poco exigente que prefiere lo gratis a la calidad y ya no distingue un cochambroso screener de un producto bien acabado. O que prefiere denigrar una película visionándola en un móvil o una tableta antes que en una de esas enormes pantallas que invaden nuestros hipermercados. Esto que en principio parece una cuestión meramente técnica, acaba afectando enormemente a la percepción de la obra.
Algunos grandes directores de cine se han dado cuenta y han aprovechado para seguir alimentando su prestigio con mucho menos esfuerzo del que les exigiría una película. ¿Acaso no es el piloto de Boardwalk Empire un refrito de lo que lleva haciendo Scorsese durante toda su carrera? ¿No es el primer capítulo de Walking Dead (y toda la primera temporada) una reelaboración en pequeño de La Niebla, del propio Frank Darabont? Otros más honrados, como Spielberg, se limitan a la producción porque saben que el medio se les queda pequeño. Para qué dirigir Hermanos de Sangre y The Pacific cuando ya has revolucionado el cine bélico con Salvar al soldado Ryan. Los medios tampoco son los mismos y ellos lo saben, pero el espectador acomodado no advierte la diferencia. The Pacific fue la serie más cara de la historia con 200 millones de dólares de presupuesto y 540 minutos de duración total, a 370.370 dólares el minuto. Piratas del Caribe 3, la película más cara, costó 300 millones de dólares y dura 168 minutos. A 1.785.714 dólares el minuto, casi cinco veces más. El ejemplo no es el mejor porque en este caso la serie es superior a una película artísticamente pobre aunque técnicamente espectacular, pero las cifras dejan constancia matemática del abismo que separa a uno y otro medio. Y esto no solo afecta a los trucos digitales, sino a todos y cada uno de los aspectos que integran una película; especialmente al tiempo, el cariño y el cuidado que se le dedica a todo el proceso. En televisión siempre andan con prisa y eso se nota. Ya ven, en Juego de Tronos tardan un año en rodar lo que en El Señor de los Anillos llevó tres. En la misma serie, en el último capítulo de la primera temporada, aparece un bicho digital en una breve escena y sin apenas movimiento y parece que han inventado la rueda, cuando en el cine hace casi 20 años que los dinosaurios volvieron a la vida.
Por otro lado tenemos la hipersensibilización. Vivimos en la época del crepúsculo del deber y, por tanto, la era del vacío y el placer, como lo definía Gilles Lipovetsky, y esto se manifiesta en la necesidad de amistad y conexión emocional con los personajes. Ya no se trata tanto de que te cuenten una buena historia, sino de hacer amigos imaginarios y con sentimiento de exclusividad, de ahí que estas series deban proceder de HBO y otros canales minoritarios que no lleguen a las masas. La masa rompe el encanto. Es el elitismo de izquierdas, que dice estar por el pueblo mientras desprecia la vulgaridad de este. No se trata de sentirse superior por poseer mayor riqueza material sino por ser más ilustrado, más puesto, más minoritario, más cool. Ustedes ya le conocen, es ese cretino que deja de escuchar a su grupo preferido cuando consigue el disco de oro, o que, como leí hace unos años en una carta remitida a algún suplemento dominical (las biblias de la hipersensibilización), deja de leer a su autor preferido, en ese caso Paul Auster, porque ahora le gusta a todo el mundo y ya no mantiene con él el diálogo íntimo de antaño. Yo soy más de la escuela de pensamiento de Bruce Willis y por tanto de la opinión de que, si te sientes solo, te compras un perro. El espectador de hoy es un tipo sensible y emocionalmente inestable que necesita sentir que se puede acostar con los personajes, que puede revolver en sus cajones y oler su ropa sucia. Por eso los actores de televisión no requieren tanto talento, porque si convives el tiempo suficiente, hasta un zapato te acaba resultando carismático. Y qué quieren que les diga, me importa un huevo ver cómo se lavan los dientes Walter White y Don Draper, y no tengo mayor interés en interiorizar el aburrimiento del día a día de una escucha telefónica a un traficante de Baltimore.
Los guionistas lo intentan solucionar haciendo vivir a sus personajes las situaciones más increíbles, pero es peor el remedio que la enfermedad. Lo curioso es que muchos espectadores aceptan con naturalidad que la misma persona sufra una enfermedad súbita que le deja al borde de la muerte, descubra la cura contra el cáncer, tenga un encuentro extraterrestre y se tire a dos supermodelos en el transcurso de tres capítulos. Esto me obliga a abandonar las series casi de inmediato. No aguanté ni tres capítulos de House y Californication, y dudo que continúe con Breaking Bad tras terminar la primera temporada. Está bien eso de revalorizar la figura del guionista, pero no cuando tienes que estirar una buena idea hasta el infinito o cuando te comportas como si estuvieras por encima del bien y el mal, casos de Lost y The Wire. La primera hubiera ganado con un formato tipo Harry Potter, a razón de película por temporada, con los mejores medios y eliminando el empacho de MacGuffin y personajes de relleno. Con The Wire se ha llegado a un grado de puritanismo tan extraordinario que ya no se puede siquiera sugerir que la serie tiene tramos simple y llanamente aburridos. Es una buena serie, incluso excelente, pero no perfecta y tampoco tan original. Hace ya 40 años que El Padrino nos explicó cómo funciona el poder, convirtiendo en iconos pop a los miembros más miserables de nuestra sociedad. Estoy seguro de que más de un pringao idolatra a Omar o Stringer Bell; un aplauso pues para los creadores de The Wire, que nos dicen que la vida no tiene sentido y además convierten en héroes a los peores bichos.
Siempre acabo echando de menos la capacidad de síntesis y la belleza de lo sencillo, valores estos exclusivos del cine. Pongo un ejemplo clásico y otro actual. El otro día revisé El hombre que mató a Liberty Valance; cuántos sesudos análisis acerca de los pilares filosóficos sobre los que se asienta la nación norteamericana te puedes ahorrar viendo esta obra maestra. Tienes a John Wayne, el tipo noble y solitario dispuesto a poner los huevos sobre la mesa cuando la amenaza es seria, y a James Stewart, la encarnación del progreso a través de la educación y el imperio de la ley. Y punto. Tan sencillo y a la vez tan absolutamente inalcanzable para cualquier otra disciplina artística. Por otra parte pongo el ejemplo de El origen del planeta de los simios, toda una sorpresa. En hora y media cuenta con detalle una investigación científica y la toma de conciencia de un mono a lo largo de su vida hasta acabar liderando una revolución contra el ser humano, contado con unos medios técnicos perfectamente adaptados a la historia y un ritmo narrativo apabullante.
Por lo tanto, si usted quiere seguir participando en ese autoengaño colectivo (lo que vulgarmente se llama discriminación positiva) consistente en elevar la valoración de una serie solo por el hecho de compensar las limitaciones del medio, usted mismo. Pero reconozca que hay un abismo entre la piel de gallina que provoca el ritmo marcial de la introducción de la 20th Century Fox a todo volumen en una sala a oscuras en comparación con las letras de HBO sobre un cutre fondo de nieve televisiva. Mi problema no es con las series en sí. Me gustan, tienen su propio lenguaje, han aumentado su calidad notablemente en los últimos años y no las veo como enemigas del cine, pero tampoco se puede caer en la costumbre progre de invertir la realidad y decir que blanco es negro y negro es blanco. Y ahora les dejo, que tengo un capítulo de Mad Men a medias.


Carlos Sanz

No hay comentarios:

Publicar un comentario