Pequeñas pantallas para mentes pequeñas
En los últimos 20 años hemos abandonado
la satisfacción, que no la obligación, de ejercer la responsabilidad
individual. Un tipo recibe un día una abultada factura de teléfono y
automáticamente las compañías de telecomunicaciones se convierten en
vampiros ávidos de sangre. Otro se tira seis horas frente al ordenador y
luego profetiza nuestra alienación a manos de las máquinas. El vecino
del sexto invoca su derecho constitucional a que toda persona que gane
1500 euros tiene derecho a chalet de verano y dos coches y, cuando se
queda con el culo al aire, los bancos se convierten en el anticristo. La
realidad no opina igual y resulta que el primero de ellos no puede
vivir sin su smartphone, el segundo tiene el bíceps derecho más hercúleo que Rafa Nadal
y el vecino del sexto tiene un BMW pero su hijo no ha pisado la
universidad. Problemas no ya del Primer Mundo, sino de gente que no rige
bien, que deberían ser excepción pero ya son regla. No es este el tema
que quiero exponer, sino cómo este fenómeno afecta también al séptimo
arte y a nuestro criterio, o falta de él, como espectadores: un día
emiten en televisión una serie que no es basura y resulta que el mejor
cine se hace en televisión. Tócate las pelotas.
Ya se lo habrán oído repetir como un
mantra a cualquier miembro de la élite cultureta de izquierdas, con esa
insistencia de quien sabe que una mentira se convierte en verdad a base
de repetición. ¿Cómo ha llegado esto a convertirse en axioma? Por dos
motivos: la suspensión del sentido crítico y la hipersensibilización
galopante de nuestro patio de colegio.
Empecemos por el primer argumento
dejando claro que la culpa es del espectador. Si este no nota la
diferencia entre grabar en vídeo y rodar en cine, si no añora el goce
estético de una panorámica repleta de pequeños detalles, si no se
maravilla ante el genio creativo de un director que maneja los hilos
desde las alturas, si no cae absorto ante el poder hipnótico de un
montaje milimetrado o si no aprecia la diferencia de carisma entre una
estrella de cine y una de televisión es que o no entiende el cine o
sencillamente no le gusta.
Esto no solo le pasa a espectadores que
no han pisado una sala de cine en su vida, sino a críticos profesionales
o, para ser más exactos, a gente que cobra por escribir sobre cine. El
cine es uno de los grandes símbolos de la capacidad de superación del
ser humano, siempre en continua evolución gramática, estética y
tecnológica, y como tal debe ser admirado. Sin embargo, se da la
paradoja de que el progreso tecnológico vive una edad dorada mientras
nosotros renunciamos a seleccionar el mejor modo de aprovechar estos
avances. Poco a poco va apareciendo un espectador vago y poco exigente
que prefiere lo gratis a la calidad y ya no distingue un cochambroso screener
de un producto bien acabado. O que prefiere denigrar una película
visionándola en un móvil o una tableta antes que en una de esas enormes
pantallas que invaden nuestros hipermercados. Esto que en principio
parece una cuestión meramente técnica, acaba afectando enormemente a la
percepción de la obra.
Algunos grandes directores de cine se
han dado cuenta y han aprovechado para seguir alimentando su prestigio
con mucho menos esfuerzo del que les exigiría una película. ¿Acaso no es
el piloto de Boardwalk Empire un refrito de lo que lleva haciendo Scorsese durante toda su carrera? ¿No es el primer capítulo de Walking Dead (y toda la primera temporada) una reelaboración en pequeño de La Niebla, del propio Frank Darabont? Otros más honrados, como Spielberg, se limitan a la producción porque saben que el medio se les queda pequeño. Para qué dirigir Hermanos de Sangre y The Pacific cuando ya has revolucionado el cine bélico con Salvar al soldado Ryan. Los medios tampoco son los mismos y ellos lo saben, pero el espectador acomodado no advierte la diferencia. The Pacific
fue la serie más cara de la historia con 200 millones de dólares de
presupuesto y 540 minutos de duración total, a 370.370 dólares el
minuto. Piratas del Caribe 3, la película más cara, costó
300 millones de dólares y dura 168 minutos. A 1.785.714 dólares el
minuto, casi cinco veces más. El ejemplo no es el mejor porque en este
caso la serie es superior a una película artísticamente pobre aunque
técnicamente espectacular, pero las cifras dejan constancia matemática
del abismo que separa a uno y otro medio. Y esto no solo afecta a los
trucos digitales, sino a todos y cada uno de los aspectos que integran
una película; especialmente al tiempo, el cariño y el cuidado que se le
dedica a todo el proceso. En televisión siempre andan con prisa y eso se
nota. Ya ven, en Juego de Tronos tardan un año en rodar lo que en El Señor de los Anillos llevó
tres. En la misma serie, en el último capítulo de la primera temporada,
aparece un bicho digital en una breve escena y sin apenas movimiento y
parece que han inventado la rueda, cuando en el cine hace casi 20 años
que los dinosaurios volvieron a la vida.
Por otro lado tenemos la
hipersensibilización. Vivimos en la época del crepúsculo del deber y,
por tanto, la era del vacío y el placer, como lo definía Gilles Lipovetsky,
y esto se manifiesta en la necesidad de amistad y conexión emocional
con los personajes. Ya no se trata tanto de que te cuenten una buena
historia, sino de hacer amigos imaginarios y con sentimiento de
exclusividad, de ahí que estas series deban proceder de HBO y otros
canales minoritarios que no lleguen a las masas. La masa rompe el
encanto. Es el elitismo de izquierdas, que dice estar por el pueblo
mientras desprecia la vulgaridad de este. No se trata de sentirse
superior por poseer mayor riqueza material sino por ser más ilustrado,
más puesto, más minoritario, más cool. Ustedes ya le conocen,
es ese cretino que deja de escuchar a su grupo preferido cuando consigue
el disco de oro, o que, como leí hace unos años en una carta remitida a
algún suplemento dominical (las biblias de la hipersensibilización),
deja de leer a su autor preferido, en ese caso Paul Auster,
porque ahora le gusta a todo el mundo y ya no mantiene con él el
diálogo íntimo de antaño. Yo soy más de la escuela de pensamiento de Bruce Willis y
por tanto de la opinión de que, si te sientes solo, te compras un
perro. El espectador de hoy es un tipo sensible y emocionalmente
inestable que necesita sentir que se puede acostar con los personajes,
que puede revolver en sus cajones y oler su ropa sucia. Por eso los
actores de televisión no requieren tanto talento, porque si convives el
tiempo suficiente, hasta un zapato te acaba resultando carismático. Y
qué quieren que les diga, me importa un huevo ver cómo se lavan los
dientes Walter White y Don Draper, y no tengo mayor interés en
interiorizar el aburrimiento del día a día de una escucha telefónica a
un traficante de Baltimore.
Los guionistas lo intentan solucionar
haciendo vivir a sus personajes las situaciones más increíbles, pero es
peor el remedio que la enfermedad. Lo curioso es que muchos espectadores
aceptan con naturalidad que la misma persona sufra una enfermedad
súbita que le deja al borde de la muerte, descubra la cura contra el
cáncer, tenga un encuentro extraterrestre y se tire a dos supermodelos
en el transcurso de tres capítulos. Esto me obliga a abandonar las
series casi de inmediato. No aguanté ni tres capítulos de House y Californication, y dudo que continúe con Breaking Bad
tras terminar la primera temporada. Está bien eso de revalorizar la
figura del guionista, pero no cuando tienes que estirar una buena idea
hasta el infinito o cuando te comportas como si estuvieras por encima
del bien y el mal, casos de Lost y The Wire. La primera hubiera ganado con un formato tipo Harry Potter, a razón de película por temporada, con los mejores medios y eliminando el empacho de MacGuffin y personajes de relleno. Con The Wire
se ha llegado a un grado de puritanismo tan extraordinario que ya no se
puede siquiera sugerir que la serie tiene tramos simple y llanamente
aburridos. Es una buena serie, incluso excelente, pero no perfecta y
tampoco tan original. Hace ya 40 años que El Padrino nos
explicó cómo funciona el poder, convirtiendo en iconos pop a los
miembros más miserables de nuestra sociedad. Estoy seguro de que más de
un pringao idolatra a Omar o Stringer Bell; un aplauso pues para los
creadores de The Wire, que nos dicen que la vida no tiene sentido y además convierten en héroes a los peores bichos.
Siempre acabo echando de menos la
capacidad de síntesis y la belleza de lo sencillo, valores estos
exclusivos del cine. Pongo un ejemplo clásico y otro actual. El otro día
revisé El hombre que mató a Liberty Valance; cuántos sesudos
análisis acerca de los pilares filosóficos sobre los que se asienta la
nación norteamericana te puedes ahorrar viendo esta obra maestra. Tienes
a John Wayne, el tipo noble y solitario dispuesto a poner los huevos sobre la mesa cuando la amenaza es seria, y a James Stewart,
la encarnación del progreso a través de la educación y el imperio de la
ley. Y punto. Tan sencillo y a la vez tan absolutamente inalcanzable
para cualquier otra disciplina artística. Por otra parte pongo el
ejemplo de El origen del planeta de los simios, toda una
sorpresa. En hora y media cuenta con detalle una investigación
científica y la toma de conciencia de un mono a lo largo de su vida
hasta acabar liderando una revolución contra el ser humano, contado con
unos medios técnicos perfectamente adaptados a la historia y un ritmo
narrativo apabullante.
Por lo tanto, si usted quiere seguir
participando en ese autoengaño colectivo (lo que vulgarmente se llama
discriminación positiva) consistente en elevar la valoración de una
serie solo por el hecho de compensar las limitaciones del medio, usted
mismo. Pero reconozca que hay un abismo entre la piel de gallina que
provoca el ritmo marcial de la introducción de la 20th Century Fox a
todo volumen en una sala a oscuras en comparación con las letras de HBO
sobre un cutre fondo de nieve televisiva. Mi problema no es con las
series en sí. Me gustan, tienen su propio lenguaje, han aumentado su
calidad notablemente en los últimos años y no las veo como enemigas del
cine, pero tampoco se puede caer en la costumbre progre de invertir la
realidad y decir que blanco es negro y negro es blanco. Y ahora les
dejo, que tengo un capítulo de Mad Men a medias.
Carlos Sanz
No hay comentarios:
Publicar un comentario