29 may 2012

Chúpalas tú mismo

Chúpalas tú mismo


¿Cuántos cantantes de protesta hay hoy en día”
“Unos 136”
“¿Unos 136? ¿136 más o menos? ¿136 exactamente?”
“Bueno, entre 136 y 142”
Bob Dylan
Cuando Van Morrison y Bob Dylan compartían empresario, éste decidió que se tenían que conocer y les arregló una comida en un restaurante de Londres. Era una oportunidad magnífica para que dos monstruos se pusiesen frente a frente y estudiar aquella combinación explosiva. Algo así como el histórico encuentro en el Majestic de James Joyce y Marcel Proust. Quién sabe, igual de aquello salía una primorosa colaboración. Aparecieron los dos en el restaurante, pidieron educadamente la comida y empezó a desfilar un plato tras otro bajo un manso silencio. No hablaron entre ellos una sola palabra. Al terminar su postre, Dylan se levantó y se fue. Van Morrison le dijo a su socio:
— Estaba en muy buena forma hoy, ¿no?
La historia que cuenta Xavier Valiño retrata la minimalista ejecución de Dylan en la vida. Hace tres años fue detenido en los alrededores de Nueva Jersey. Solo y bajo la lluvia, como un anciano desorientado, el compositor más célebre del planeta se paseaba con un pantalón de chándal, unas katiuskas y dos chubasqueros cubriéndole la cabeza. Se dirigió a él una agente de policía para identificarle, y cuando creía que aquel sin techo quizá acarrearía los mismos problemas que John Rambo, el viejo le contestó que era Bob Dylan y que buscaba casas en venta. Fue subido al coche policial casi de inmediato para comprobar si en efecto estaba viviendo “en los autobuses de la gira junto a un gran hotel al lado del océano”. Un sargento, informado de que Dylan estaba a cargo de la policía, fue a echarle un vistazo. Lo miró de arriba abajo y bufó: “Este no es Bob Dylan”.
Probablemente no lo fuese. ¿Al fin y al cabo qué es Bob Dylan sino un nombre inventado? Además, hasta el americano medio ha perdido la cuenta de los años que Bob Dylan lleva siendo Bob Dylan. Las celebridades de su magnitud tienden a morir antes. En sus giras juveniles, cuando era un icono en vida (el pelo alborotado, los rasgos aniñados e insolentes, parapetado siempre bajo unas gafas de sol y el humo de un cigarro) salía corriendo de los conciertos perseguido por cientos de personas que lo querían tocar. La escena era siempre la misma: Dylan encerrado en un coche aburrido de su inmensa multitud de fans, que creían ver en él a una suerte de conciencia revolucionaria. “Es muy abrumador tener a tu alrededor gente que te dice cuánto te entiende cuando no puedes entenderte a ti mismo”, le dijo a Playboy en 1966, en una entrevista en la que anuncia que ha dejado de componer y cantar todo aquello que se escriba por alguna razón o se cante por algún motivo (“la palabra ‘protesta’ se inventó para la gente que se somete a cirugía”) y deja un titular de alcance: “Solo tengo 24 años”.
Para entonces John Cordwell ya se había convertido en el autor del grito más famoso de la historia del rock. En una gira por Inglaterra, Bob Dylan enchufó la guitarra y dejó pasmados a todos los puristas del folk, que lo intentaron todo: desde cortarle los cables hasta llamarle traidor, pedirle que se callara (“hemos venido a ver a un cantante folk y nos encontramos a un grupo de pop”; “¿dónde dejaste a Woody Guthrie?” ) y exigirle su vuelta a su casa (“Go home”, le chillaban; “No direction home!”, les gritó Dylan en Like a rolling stone). En un concierto en Manchester, Dylan fuma un cigarro y enfila la salida al concierto avisando a sus músicos: “Tocamos desde la tumba”. En ese momento, alguien —Cordwell, según las averiguaciones de un periodista— le grita “Judas!”. Dylan se acerca al micrófono y espeta: “I don’t believe you”. Toca unos acordes más con la guitarra y explota: “You’re a liar!” Tras darse la vuelta, le grita a su banda: “Play it fucking loud”.
En el coche de vuelta se quejaba con cinismo: “¿Por qué me abuchean? No entiendo que me abucheen: así no puedo afinar”. Pero a veces los insultos eran tan fuertes que se retiraba a llorar amargamente. Dylan pretendía una tarea sobrehumana: situarse por encima de las etiquetas, o por debajo, como cada cual quisiera verlo. Estas palabras de Javier Ortiz lo ilustran: “Dylan no era ni mucho menos tan izquierdista como se le pintaba (y no lo era) pero, a cambio, era un perfecto inconformista, alérgico a los encasillamientos, muy capaz de hacer justo lo contrario de lo que se esperaba de él, caso de parecerle buena idea”. Del Newport Folk Festival escribe Enrique Martínez este párrafo: “Cuando Dylan es casi obligado a volver a escena en su formato cantautor, en lo que parece un acto de arrepentimiento, la cuela doblada. Entona no una de sus canciones protesta, sino una amarga canción de separación amorosa dedicada a Joan Baez, It’s All Over Now, Baby Blue, que él transforma en ese mismo momento en otra cosa. En su penúltima línea, Dylan grita con rabia más que canta: ‘Go strike another match/ And start anew/ It’s all over now, Baby Blue’. Y deja atrás a aquella asamblea de justos, para seguir buscándose a sí mismo lejos del abrigo del rebaño y al frío de la intemperie”.
Hay una escena en Don´t look back, el documental rodado por D. A. Pennebaker durante la gira inglesa de 1965, en la que se ve a Bob Dylan y Joan Baez corriendo una vez más hacia una furgoneta perseguidos a campo abierto por cientos de jóvenes. Dylan consigue meterse en el vehículo y se sienta dando la espalda a los cristales. Alrededor, la masa se agolpa contra la furgoneta y le grita, le profesa su amor. Dylan se limita a mirar hacia la cámara con gesto neutro y aire turbador de adolescente. Parece Antoine Doinel al llegar a la playa. “Hay un momento en que dejas de notarlo, dejas de verla y ya apenas la notas”, diría años después: “Vivo desde los veinte años rodeado de una cantidad inmensa de gente”. En ocasiones se ve a Dylan sentado al piano, tocando con una mano y extendiendo la otra en un movimiento espasmódico, y es tan crío, tan frágil, que evoca a un Rimbaud sucio y lisérgico, atrapado por una luz estrepitosa. Es un chico dirigido invariablemente al misterio. Envejeció sin pasión como un chamán retirado harto de respuestas adecuadas. Me gusta imaginarlo con botas camperas manchadas de barro paseando por la moqueta de un salón decadente en el que se acumulan vinilos rotos y cuadros despellejados de Monet. Patti Smith dijo de él que es sexo en el cerebro, y Leonard Cohen que es uno de esos hombres que nacen cada tres o cuatro siglos.
— ¿Puedes chuparte las gafas? —le pidió un periodista en una rueda de prensa para obtener una foto.
Dylan se levantó y se las extendió:
— Toma, chúpalas tú mismo. 

Carlos Sanz

Artes de Ultratumba

Artes de Ultratumba


1. El mundo contemporáneo funciona por adicción. De ahí que las claves de su sometimiento residan, básicamente, en “descubrir consumidores, excitar sus apetitos y crearles necesidades ficticias”. La frase citada es de un revolucionario, también un suicida, aunque no aparece en ninguna pancarta del movimiento Occupy Wall Street ni ha sido lanzada por alguno de sus oradores para encrespar el ímpetu de los acampados. En realidad, tiene casi siglo y medio y la escribió Paul Lafargue en El derecho a la pereza. Como buena parte de ese libro, se trata de un mensaje facturado al futuro. Para días como estos en los que, mientras más consumimos, más rápido queda certificada la prescripción de todo lo que nos rodea: automóviles y medicinas, construcciones y computadoras, creencias e ilusiones, secretos y mentiras, maridos y mujeres. Todo ha de ser cambiado. Y cuanto antes, mejor. Poco importa que, en la mayoría de los casos, esos objetos o seres sustituidos —incluido algún marido— conserven todavía sus facultades y desempeñen razonablemente bien sus “servicios”.

2. El hecho es que no producimos —artefactos o ideas, maquinarias u obras de arte— para competir en el mercado de la perdurabilidad, sino en el de la fugacidad. Desde ese “Imperio de lo efímero” —antes dominio exclusivo de la moda—, términos como “caducidad” y “obsolescencia” no son del todo sinónimos. Mientras más reciente y sofisticado es el artilugio, más rápida es la tendencia a declararlo obsoleto. Una situación que, en cualquier caso, no siempre corre paralela al declive de su operatividad. No es su decrepitud la que saca a nuestros “juguetes” de circulación, sino la pulsión de recambio que imponen las dinámicas adictivas de su consumo. Y ya instalados en el futuro —hemos cumplido casi todas las fantasías soñadas por la ciencia ficción—, nuestra nostalgia sufre, por así decirlo, un desplazamiento: no está dirigida al pasado, sino a un presente que parece prescribir a la misma velocidad de esos objetos que lo arman.

3. Obsoletos. Este es, ni más ni menos, el nombre de un dominio que da cuenta de esas expiraciones —verdaderas o falsas— alrededor de las cuales gira, paradójicamente, nuestra vida. Una Web que pone bajo sospecha el estatuto mortal de los residuos y, al mismo tiempo, despliega programas para acometer su reciclaje más allá del decreto oficial de su defunción tecnológica. En su Manifiesto, y en sus prácticas, queda demostrado que buena parte de lo que se considera “finiquitado” aún puede prolongar su rendimiento: a veces en otros mundos, a veces en otros desempeños. Artistas como Daniel Canogar y Daniel G. Andújar, proyectos colectivos como Basurama, arquitectos como Santiago Cirugeda, han conseguido darle continuidad a esos residuos “después de la muerte”. Y así como Lenin —otro revolucionario, aunque no suicida— sostenía su pragmatismo sobre la idea de que “los hechos son tozudos”, estos creadores parecen construir el suyo a partir de concebir que los “desechos” también lo son.

4. Si solo se tratara de aparatos y gadgets, bastaría con una ligera precisión en la escala de nuestro fetichismo. Sin embargo, el abanico de defunciones dictaminadas en las dos últimas décadas ha alcanzado otras esferas que la civilización, durante siglos, consideró sagradas. Así el fin de la historia y del arte, del Hombre y las ideologías, la cultura y la verdad… Resulta curioso, por otra parte, que mientras más muertes parecen prescribirse a nuestro paso por el mundo, mayor es la avalancha de imágenes que envuelven nuestra “vitalidad”. No puede ser casual que la Era de la Imagen coincida, en el tiempo, con eso que Peter Sloterdijkha aclamado como la Era del Crepúsculo. De manera que estamos condenados a una especie de continuidad postmortem; a perseverar como fantasmas de una cultura que se regocija en darse por vencida. Tal vez —secadas las lágrimas después de tantos duelos— valga la pena explicarnos bajo qué formas y con qué contenidos tanto la historia como el arte, la cultura y la palabra, han prolongado su existencia. Indagar, si cabe, en el misterio de sus funciones de ultratumba.

5. Joan Fontcuberta estrenó su Premio Nacional de Ensayo con un “manifiesto post-fotográfico”. Desde él, disecciona los usos actuales de la fotografía y los gajes de un oficio que considera a punto de desaparecer. Lo curioso es que esa muerte no sucederá gracias a la extinción de los fotógrafos, sino a su proliferación. Con la transformación de la fotografía en hobby, y de la cámara en un apéndice humano (incluso no humano; hay mascotas que hacen fotos), ha tenido lugar una mutación irreversible en la construcción de las imágenes mediante las cuales narramos el mundo. Resulta, pues, innegable que estas se han multiplicado infinitamente —“hoy Alonso Quijano no enloquecería en las bibliotecas devorando novelas de caballería, sino absorto frente a la pantalla calidoscópica del ordenador”—. Resulta asimismo irrefutable que, para la captura y circulación de esas imágenes, ya no serán imprescindibles los especialistas. En medio de este delirio, Ai Weiwei consigue un quiebro. Con Cámara de vigilancia, una escultura de mármol, reproduce, exactamente, el objeto que indica su título. Esa condición marmórea de la cámara contrasta con la debilidad del vigilado. Esa “cámara” deja de operar como una prótesis de nuestro organismo —lo que alimenta la tesis de Fontcuberta—, para quedar convertida, ella misma, en un fetiche, en otro objeto listo para el intercambio y la veneración estética.

6. Es lo que tienen los objetos. Y lo que tiene ponerse a contemplarlos, sobre todo si lo haces acompañado de un tipo como Marcel Duchamp. Aunque se trate de un avión, y aunque te llames Brancusi, en cualquier momento caerá el zarpazo: “¿Hay alguien capaz de hacer algo mejor que esta hélice? ¿Acaso sabrás tú?” La pregunta de Duchamp lanza un reto directo al escultor, y a su imposibilidad técnica para conseguir “algo mejor” que esa hélice. Lo que en apariencia es un ejercicio de humildad, en realidad no es otra cosa que una alerta sobre el peligro de decrepitud que flota sobre cualquier obra “terminada”: se trate de la Mona Lisa, una alfombra o, como es el caso, una hélice. Esa es la razón última de Marcel Duchamp en su larga ejecución del Gran vidrio: la conquista de una obra “definitivamente inacabada”. Y con ello —como vio Octavio Paz, permitirse el lujo de propinar “un puntapié contra la obra sentada sobre su pedestal de adjetivos”. Hay más: la pregunta a Brancusi está precedida por un rotundo “pintar se ha acabado”. De modo que Duchamp inaugura, de paso, una cadena prescriptiva en la que se inscribe el Roger Caillois que habló de Picasso como el gran liquidador del arte o el Milan Kundera que percibió a Bacon como el último pintor; el Adorno que negó la posibilidad de la poesía después de Auschwitz o el Fukuyama que decretó el fin de la historia con la caída del Muro de Berlín.

7. Nuestro dilema es que, si bien por otros medios, después de Picasso ha continuado el arte y hay pintura posterior a Bacon; poesía después de Auschwitz e historia más allá del Comunismo. Ante el desafío de esa continuidad postmorten, se planta un proyecto como By Default, de Juanjo Valencia y Lena Peñate. Para estos artistas, la clave de la obsolescencia de las imágenes está, ante todo, en la decrepitud de aquello que estas describen y, sobre todo, en los lugares donde estas se emplazan: los museos, pongamos por caso. El suyo es un tanteo acerca de un mundo que programa y rentabiliza la caducidad —By Defaultconvertido en Buy Default—. Este proyecto se apresta a horadar la superficie del arte hasta desvelarnos un síntoma de estos tiempos en los cuales ya ni siquiera son los objetos —un orinal, una aspiradora—, sino los sujetos y sus causas, los que terminan encapsulados en el museo. Un momento en el que los hechos, después de ocurrir primero como tragedia y más tarde como farsa (según la predicción de Marx), se han dispuesto para una tercera posibilidad: imponerse como estética.

 

Carlos Sanz

Pierde peso con las redes sociales



Pierde peso con las redes sociales


Cuando comencé la chatidieta no pensé ni por un segundo la ayuda que tendría con las redes sociales, y es que a parte de la difusión gratuita, encuentro que lo que antes se hacía a través de foros y mails ahora se hace a vista de todos y así se encuentra mayor apoyo. Esta herramienta nos permite ayudar de forma más global a la gente, no solo que está con la chatidieta, sino las que por algún motivo preguntan algo relacionado con la nutrición. Las redes sociales a día de hoy se han convertido en una comunidad no solo de comunicación sino de apoyo, amistad y debates de todo tipo.


¿Qué necesitas un número de telefono? lo pones en Twitter y en 5 minutos, lo tienes en un tuit, ¿necesitas saber dónde comer mientras estas de viaje? no hay problema ponlo en Facebook y en muy poco tiempo tendrás personas de todos los rincones del mundo aconsejandote. Ahora que la crisis nos ahoga a más de uno es un respiro que haya gente dispuesta a ayudar desinteresadamente.

Creo que las redes sociales a parte de ayudarnos en nuestro día a día nos evaden un poco del momento que estamos viviendo y resultan un ocio barato a la vez que práctico.

En base a las ayudas que nos ofrecen las redes sociales podemos encontrar miles de aplicaciones aunque siguiendo la temática del blog, nos interesamos por perder peso y conseguir salud, centrandonos un poco en la actualidad y en la operación bikini, para ello os dejo una Infografía creada por la agencia Buzz Marketing Networks que nos muestra la relación entre redes sociales y operación bikini.

Poco queda decir de las redes sociales que no se haya dicho ya, asi que para despedirme os dejo donde podeis encontrarme a parte de aqui.


Carlos Sanz

Transparencia??

Crónica de la última vez que prometieron transparencia


Sabrán, me imagino, que Cristóbal Montoro acaba de anunciar que en la nueva ley de transparencia de su Gobierno los políticos tendrán “responsabilidades penales” por su actuación financiera. Hoy vamos a hablar de la última vez que anunciaron algo parecido y de qué fue lo que acabaron haciendo al final. Ya verán qué divertido. Es una historia que no defrauda. Garantizado.
La importancia de ser un PEP
Digan lo que digan los algoritmos de Google, la voz PEP no refiere sólo al señor estupendo que entrena al Barça, sino también a las siglas de politically exposed person, esto es, persona expuesta políticamente. Esta categoría incluye no sólo a los cargos electos —gobierno y oposición— de las tres instancias del power —Estado, autonomías y ayuntamientos—, sino a todos los cargos políticos del país y lo repetiré para darle empaque, porque en Jot  Down no ponemos negritas así como así: a todos los cargos políticos del país. Desde la jefatura del Estado a la diplomacia pasando por ministerios, secretarías, instituciones de defensa, magistraturas, empresas públicas o empresas privadas concesionarias de un servicio público. Un PEP, por sintetizar, es cualquier persona con poder político o de origen político. Un PEP elige, dirige, licita, subvenciona y se queda o se marcha según sea la mayoría parlamentaria a la que se acoge. Por sintetizar y decirlo en inglés, claro, y además con siglas. Que queda como mejor y más dos punto cero aunque aquí, hasta donde alcanza mi entender, a esto se le ha llamado casta política de toda la vida. Que es a lo que en realidad refiere la noción de PEP, por cierto. A lo de casta. No por nada no se considera PEPs sólo a los cargos que les comentaba, sino también a sus cónyuges, familiares y allegados.
Y en España estuvimos a punto una vez de meterles mano. De vigilarles. O lo estuvieron ellos, mejor dicho. Los propios PEPs. Ellos estuvieron a punto de hacer una ley para vigilarse a sí mismos, pero al final dijeron que no, mira. Que mejor no. Les cuento la historia.
¿A dónde vas?
Lo anunció una mujer, señora doña Soledad Núñez, que era y sigue siendo directora general del Tesoro, allá por el año 2009. Que el glorioso Gobierno de España estaba preparando una ley antiblanqueo de capitales que iba a ser, bueno bueno. De agárrate y no te sueltes a la goma de la braga. No con estas palabras, claro; lo que ella dijo fue que el plan iba a ser “el más duro de Europa”. Contexto: el día anterior —2 de abril de 2009—, Zapateto había acudido de guest star a una cumbre del G20, la de Londres, donde abogó por el final de los paraísos fiscales. Se conoce que le dio uno de estos fervores demo-socio-progresistas que le daban a él y entonces, poco  aficionado como era Zapatero a la improvisación, le pidió a Núñez que convocara a la prensa al día siguiente y anunciase a bombo y platillo que estaban trabajando en una ley antiblanqueo tan guay tan guay, pero tan sumamente guay, que hasta sometería a los PEPs españoles a, cito literal, “vigilancia reforzada”. Qué te parece.
Y Soledad Núñez lo anunció, claro. Y se tiró las flores consecuentes. No dijo para cuando estaría la ley, porque para qué adquirir compromisos, ni explicó que la medida se trata en realidad de la trasposición a ley orgánica de una Directiva Europea, la 2006/70/CE. Que en la UE, por cierto, hicieron para todas las naciones de la Unión, como compete, pero con especial funfún en el tipo de países que entendemos la economía pública un poco a la remanguillé, no sé si me explico. En los que hace más calorcito y cantamos y bailamos muy bien. Tampoco mencionó que ya en 2008 la UE le había dado un toque a España por tardar en aplicarla y por ser uno de los cinco países europeos carentes de una ley de transparencia —los otros, ilustro, son Grecia, Chipre, Malta y Luxemburgo.
Manzanas traigo.
Y la ley se hizo, no se crean. Había que hacerla, porque las directivas europeas es lo que tienen. Y se aprobó un año después, en abril de 2010. La clave, ya verán qué divertido, está en que el PSOE, con el apoyo del PP, decidió cambiar la denominación de lo que era un PEP. Donde el anteproyecto mencionaba a las “personas físicas, españolas o extranjeras, que desempeñen o hayan desempeñado funciones públicas importantes, así como sus familiares más próximos y personas reconocidas como allegados”, en la redacción de la ley puso “personas físicas que desempeñen o hayan desempeñado funciones públicas importantes en otros Estados”. Punto. Es decir, que eximió a los políticos nacionales. Sometió a vigilancia a los PEPs de origen extranjero —como los diplomáticos procedentes de otro país, por ejemplo, o los políticos españoles en instituciones comunitarias— y decidió que la ley no sometería a vigilancia a los PEPs españoles que viviesen en España, y lo voy repetir: a los PEPs españoles que viviesen en España. Que, por si a alguien se le escapa, vendrían a ser todos los políticos, cargos y funcionarios del Estado más familia más amigos. Quedaron exentos todos los diputados, los ministros, los concejales, los alcaldes, los secretarios y subsecretarios, los consejeros, los presidentes de autonomías y los presidentes de cajas de ahorro, por citar sólo algunos. Quedó exento Jaume Matas, por ejemplo. O Iñaki Urdangarín, sin ir más lejos. O Francisco Camps y El Bigotes. O Teddy Bautista. O Francisco Javier Guerrero.
¿Qué motivación tuvieron los políticos españoles para blindarse de su propia ley de transparencia? A mí, personalmente, se me ocurren varias. Corrupción institucional, por ejemplo, indecencia ideológica, secuestro de la voluntad popular, sinvergonzonería, amparo al latrocinio… Y en El País dijeron que la CECA —Confederación Española de Cajas de Ahorros— tuvo mucho que ver con el cambio porque, me imagino, a los presidentes de las cajas de ahorro no les gustaba la idea de verse sometidos a “vigilancia reforzada”. El ejercicio de poca vergüenza correspondió al grupo IU-ICV, que presentó una enmienda para incorporar a la definición el término “nacionales” que, por supuesto, fue rechaza por PP y PSOE tal que así, miren. En un decir pin pan, toma lacasitos. El texto, de hecho, gozó de lo que los medios llaman un amplio consenso y hasta hubo quien se animó a comentarlo. Gloria Gómez, del PSOE, aseguró entonces que “no tiene sentido investigar a todo el mundo y hacer una acumulación de datos de tal calibre”. Y Baudilio Tomé, del PP, manifestó que “que haya que vigilar a 60000 personas entre concejales, cónyuges y sus vínculos familiares” le parecía “exorbitante”. Desconocemos la opinión de Soledad Núñez o de la ínclita María Teresa Fernández de la Vega, que es quien anunció finalmente los contenidos de la ley. Ambas obviaron el tema de que fuera un despropósito porque, en fin. Futilidades, you know. Para qué explicar lo que está bastante claro.
Ley de transparencia.
Y hoy, lo dicho. Que Cristobal Montoro vuelve al mercado de la venta de burras en stock y jode con el tatachín una vez más con esa transparencia, bendita transparencia, que prometen a voz en grito con el mismo denuedo con que la eluden en silencio una y otra y otra vez más. Spain, one point. Les quiero invitar a que visiten la web Ley de Transparencia Ya, para que vean lo que se pierden, o que consulten la posición de España en el preceptivo ranking de corrupción de Transparency International, privilegiada como lo suele ser la de nuestro país en tanto ranking se publique en lo referente a dar vergüenza. Y animarles, por si no queda a claro, a que no se crean ni media. Lo que nos faltaba en este país, realmente lo último que nos faltaba, es empezar a creernos una misma milonga cuando no han transcurrido ni dos años desde la anterior.


Carlos Sanz